Huellas de mis tiempos




Era un domingo. Mi domingo triste. Lo esperaba en mi pequeño mundo. Afuera los niños corrían y se lanzaban bolas de nieve mezclada con tierra. Extraño: nunca imaginé que la nieve fuese tan poco vistosa. La conocía muy bien en aquellos libros llenos de ilustraciones. Y donde un gnomo daba volteretas en la suavidad blanca y fría. Sí, era fría como el congelador pero no era tan suave y me ensuciaba las manos.

Mami decía que era porque en Roma nunca nevaba y, que cuando esto sucedía, la nieve era escasa.
Mami siempre tenía razón.

LA CASA DE LAS REJAS NEGRAS

La máscara del pecado de la gula se lucía en la pared junto al escudo de Bolivia, las maracas y el cuatro. En tanto, en la sala, el retrato del General se entretenía con las melodías que le daban sabor bolivariano a la casa.

—Eduardo —dijo alegre Mamá Fifita, pon el disco de Chucho Avellanet.
Entonces, suavemente, le tomó la mano y se pusieron a bailar mientras se cocinaba el picante.

“Toda una vida me estaría contigo
no me importa en qué forma…”

El humo de las ollas acariciaba el techo.
En la casa de las rejas negras y los árboles de almendrón también se grabaron piezas musicales mientras, afuera, la ciudad se complicaba. Crecía. Se llenaba de tráfico.

EL RETRATO DEL GENERAL GÓMEZ

En la pared, el retrato del General: con la mirada fuerte y segura que atemorizó durante veintisiete años. Luciendo con orgullo la banda presidencial. El Benemérito de la Patria, como lo llamábamos en la casa. El Bagre, para muchos adecos que detenían su paso para agarrar del piso algún almendrón.
El General permanecía erguido, paciente, a la espera del paso de los años... Mirando, día y noche, a uno de sus amores. Posiblemente, el más puro de sus amores…
Así, entre tanta mezcolanza, permaneció el General por más de treinta años: atrapado en un lienzo, mirando con el rabo del ojo hacia la ventana. Viendo crecer a los tres árboles de almendrón y escuchando los fines de semana (le gustara o no) una cueca, un huaiño o una diablada... 
Para su fortuna, Gardel siempre estaba en el programa.


        MAMÁ FIFITA: LA HIJA DEL BENEMÉRITO

Nena, yo era terrible. Papá me llevó a su casa para que tía Regina se ocupara de mí porque, según él, mamá no sabía cuidarme. Tenía seis años entonces. Mi amiguita más querida tenía la piel de un tono negro azulado. Recuerdo que su vestido era tan blanco como las nubes de un día asoleado. Entramos a la bodega de don Perucho, que me regaló una caja de bombones y cien bolívares. Luego, nos subimos al tranvía y le entregué al conductor los cien bolívares y, claro, como todo Maracay sabía que yo era la hija del General, me llevó al zoológico gratis. Petra y yo corrimos por todo el parque hasta que llegamos a la jaula de los leones.
—¿De los leones Mamá Fifita?
—Sí. Bueno, el caso es que aquel mediodía, un mediodía muy caluroso en Maracay, nos desvestimos hasta quedarnos con las puras pantaleticas. No recuerdo cómo lo hicimos, lo cierto es que nos metimos dentro de la jaula. Con una cabuyita empecé a domar a un león que, menos mal, dormía su siesta después de haber comido. ¿Y quién crees que se paró frente a la jaula?
—¡El General!
—Sí, papá se acercó con toda su comitiva. Todos los sábados papá iba a visitar a Pepe, su hipopótamo y, como se formó un tumulto de gente frente a la jaula de los leones, él se acercó a ver qué pasaba... Y me vio a mí y a Petra en pantaletas, domando al león...

UNA MAÑANA DE SEPTIEMBRE

La idea de ir al colegio me entusiasmaba de sobremanera, como cuando salí con mi bulto rumbo al colegio para cursar kínder una mañana de septiembre de 1960, en Caracas.
Mi guardapolvo blanco, con lazo azul cielo, reposaba en la percha. Me gustaba, mucho.  
Como siempre, Mami ya había desayunado, en la cama, un plato de avena con tostadas y mantequilla.
—Mónica, plancha los uniformes. Marco, ¿ya lavaste el baño?
Nuestros bultos contenían libros y cuadernos con olor a estreno.
Planché, y planché, y planché mientras imaginaba una fabulosa pizarra adornada con muñequitos.
—¡Bruta! ¡Hasta aquí se siente el olor! ¡A ver si ahora quemas también el uniforme de tu hermano! ¡Estás loca! ¡Lo único que sabes hacer son desastres! Ahora irás al colegio con el uniforme quemado… ¿piensas que tengo mucho dinero?
Mami agarró la plancha y la colocó a pocos centímetros de mi cara.
—Pon más cui-da-do —agregó con una sonrisa.
Luego, con suavidad, colocó la plancha en su sitio.
Miré mi rostro en la base de la plancha y me di cuenta que se difuminaba...



        EN BARCO A ITALIA 

Siempre pensé que nuestra vida era una paradoja. Mientras a Venezuela había llegado una fuerte inmigración de Europa, nosotros emigrábamos a Italia. Y como emigrantes, viajamos Mami, Marco y yo, en barco, con nuestras escasas pertenencias.
Mami era feliz porque había regresado a Vittorio Véneto. Por eso nos trataba muy bien. Fue entonces cuando aprendí a quererla. Tanto, que ya no me importaba mucho haber regalado todos mis juguetes al cura o desconocer por completo la historia de Robin Hood.
Y es que, por aquellos días, Mireya nos sacaba a pasear y jugábamos a placer a los pies de un majestuoso castillo y comíamos helados y duraznos en las noches iluminadas de aquel verano de 1961. No hacía tanto calor como en Génova, donde dormimos, desnudos, en el piso de un antiguo hotel.
Génova se me dibuja en el recuerdo como una ciudad “herida” por los bombardeos. Sofocante.
—La hirió la Segunda Guerra Mundial —decía Mami cada vez que pasábamos frente a una ventana rota.
—¿Cómo la hirió? —le preguntábamos.
—Le cortó la cabeza —contestaba Mami.
No podía imaginarme la cabeza de Génova.
—¿Cómo era su cabeza?
—De mujer —respondía pensativa.

        RETORNO A CARACAS

Un viaje lleno de mareas y mareos. De ballena solitaria. De luces en el cielo negro. De truenos y ajedrez. De amaneceres sin puerto. De solitarios. De mar revuelto. De jugar al escondite con Marco por los pasillos de los camarotes. De vagos recuerdos de una Mami asoleándose en la piscina de la clase turística con unos gigantes lentes de sol mientras papá le ponía protector solar. Lleno de música en el comedor. De mucha comida. 

Un viaje largo para alcanzar de nuevo a mi tierra llena de azules y verdes y a su puerto de La Guaira salpicado de ranchos. Un puerto con olor a mar, a tostón, a carite frito... y a sancocho. Demasiado largo para poder alcanzar a mi gente. Mi gente de siempre. Y para volver a ver las rejas negras y a los tres árboles de almendrón.

LA CIUDAD DE LOS CAMBIOS

Había regresado a una Caracas que en poco más de un año había sufrido cambios notorios. Incómodos. Una Caracas que hablaba de guerrilleros, de autopistas recién estrenadas, de puentes, plazas y parques. Que hablaba de democracia, de atentados, de suspensión de garantías, de allanamientos. De nueva Constitución.

Con desilusión observé que la casa de las rejas negras ya no era la que me vio nacer: las ventanas que daban hacia el jardín, donde solíamos jugar con Marco, habían sido tapiadas. Copas y libros era el nuevo paisaje que se mostraba en un lugar donde ya no se podían escuchar el canto de los grillos, porque un negocio de cauchos acabó con las plantas.

—La guerrilla asalta en las carreteras. Ya no se puede viajar de noche compadre. ¡En mala hora tumbaron a Pérez Jiménez, en mala hora se fue Doña Flor! —se lamentaba Mamá Fifita mientras comíamos unas arepas con queso de mano y té—. Ahora toda esta convulsión, y dicen que Rafael Leonidas Trujillo está implicado en el atentado contra Rómulo Betancourt. ¿Té?
Mi padrino tomó un sorbo, estaba mudo. También Mami.
—Comadre, los tiempos cambian —se limitó a decir papá, mientras le alcanzaba su taza, aquella tarde de nuestro regreso, como unos inmigrantes, a la patria.    

EL ROSTRO EN LA PANTALLA

Y pensar que miles de venezolanos amanecimos, el 4 de febrero de 1992, viendo su rostro, por primera vez, en la pantalla del televisor. 

“…por ahora, los objetivos que nos planteamos no fueron logrados en la ciudad capital... nosotros, acá en Caracas, no logramos controlar el poder... Oigan al comandante Chávez quien les lanza este mensaje para que, por favor, reflexionen y depongan las armas... asumo la responsabilidad de este movimiento militar bolivariano…”.

—¡Apaga el televisor!
—Pero Mamá Fifita…
—¡Apaga el televisor!
—¡Pero si acaban de sofocar  un golpe de Estado y el golpista dice ser bolivariano!  —traté de explicarle, inútilmente, a Mamá Fifita que miraba con desprecio al hombre que declinaba en sus intenciones de sacar del poder al presidente Carlos Andrés Pérez con un “por ahora”.
A Mamá Fifita parecía no importarle ya las noticias.
—¡Carajo! ¡Qué apagues el televisor!